Georg Wilhelm Friedrich Hegel
Nació en Stuttgart en 1770. Estudió en el Seminario de Tubinga con Hólderlin
y Schelling. Posteriormente residió en Berna, Francfort, Jena y Núremberg.
En 1816 fue nombrado catedrático de filosofía en Heidelberg y en 1818 sucedióa Fichte como catedrático de filosofía en la universidad de Berlín, ciudad en que murió en 1831. Sus obras más importantes son Fenomenología del espíritu (1807), Ciencia de la lógica (1812), Enciclopedia de las Ciencias filosóficas (1817) y Principios de la Filosofía del Derecho (1821). Posteriormente aparecieron recopiladas por sus alumnos a través de apuntes Filosofía de la Historia, Historia de la Filosofía y Filosofía de la Religión.
I. LA FILOSOFÍA DEL DERECHO
La Constitución de Alemania, escrita hacia 1801, es el primer intento de
Hegel de dar una definición viable del Estado, que pudiera afrontar el impacto
radical de las guerras revolucionarias francesas sobre el sistema político tradicional
de Alemania. Estos puntos de vista fueron sistematizados en la obra que
contiene el núcleo de su pensamiento político: Principios de la Filosofía del Derecho.
La ciencia filosófica del derecho tiene por objeto la idea del derecho, y la
idea del derecho es la libertad. La libertad no es un simple predicado de la voluntad,
sino su esencia.
La filosofía hegeliana del derecho se divide en tres partes: derecho abstracto,
moralidad y eticidad.
Para Hegel, las relaciones entre el individuo y la sociedad se hallan en su
inicio reguladas por el derecho abstracto. Este derecho contiene prescripciones
de su índole jurídica por cuanto que el sujeto considera a sus interlocutores
como iguales, titulares de los mismos derechos que él mismo. Sin embargo,
se trata de un derecho abstracto porque sus normas se limitan a intentar garantizar
la convivencia, sin atender a la voluntad interna de los sujetos de derecho.
En este primer estadio, el hombre realiza su libertad a través de la propiedad,
inicialmente, el hombre ha expresado su libertad utilizando las cosas y,
todavía más, apropiándoselas efectivamente, encarnando su voluntad en ellas.
No obstante, la apropiación ha dado como resultado la mera posesión. Pero
esa posesión deviene propiedad si se hace objetiva tanto para otros individuos
como para el tenedor efectivo, desde entonces propietario. La propiedad, entonces,
no aparece como una relación entre el hombre y las cosas, sino como
mediación necesaria para conseguir ser reconocido por los demás hombres en
el mundo objetivo.
Fundamentada la persona a través de la apropiación (propiedad) como sujeto
de derechos, es necesario determinar sus límites y establecer un instrumento
legítimo de relación interpersonal. Ese instrumento es el contrato, que establece
el marco en que la posesión es reconocida por el otro y se convierte, por
tanto, en propiedad legítima. Soy propietario en la medida en que respeto la
propiedad de los demás y, por ende, los demás respetan la mía.
LOS CARACTERES PRINCIPALES DEL ESTADO
Para Hegel, la Constitución es una realidad viviente e histórica que emana
de la eticidad del Estado y no un texto redactado tras deliberaciones, discusiones
y voto, va sea del pueblo o de sus representantes. En última instancia, la
Constitución se refiere al mismo pueblo; el Estado debe entenderse como «espíritu
de un pueblo» y «cada pueblo tiene la Constitución que es adecuada a él y
la que le corresponde»: Para ilustrar su tesis, menciona el intento frustrado de
Napoleón de dar a los españoles una Constitución, que fue rechazada por éstos
porque, aunque era más racional que lo que tenían antes, les parecía algo ajeno.
En esta valoración de las vicisitudes, rasgos e historia de cada pueblo, Hegel
parece recordarnos las teorías de Burke.
Para Hegel, la soberanía pertenece al Estado, no al pueblo, y se proyecta en
la figura del monarca: «El sentido más usual en el que se ha comenzado a hablar en los últimos tiempos de soberanía del pueblo es el que la opone a la soberanía existente en el monarca. Tomada en esta contraposición, la soberanía del pueblo es uno de los tantos conceptos confusos El pueblo, tomado sin sus
monarcas y sin la articulación del todo, que se vincula necesaria e inmediatamente
con ellos, es una masa carente deforma, que no constituye ya un estado y
a la que no le corresponde ninguna de las determinaciones que únicamente existen
en un todo formado y organizado: soberanía, gobierno, tribunales, clases,
etc.», y añade: «en el pueblo [...] que se piense como una verdadera totalidad
orgánica, desarrollada en sí misma, la soberanía existe como personalidad del
todo y ésta, en la realidad que corresponde a su concepto, en la persona del monarca
».
Hegel defiende —con «reverencia mística», en opinión de Sabine— una monarquía,
que será hereditaria no por considerar indiscutible el derecho de sucesión,
sino porque es racional. Aceptar la monarquía electiva supondría «una entrega
del poder del Estado a la discreción de la voluntad particular» con el
consiguiente «debilitamiento y pérdida de la soberanía del Estado».
Hegel presenta una división de poderes con dos correcciones esenciales. En
primer lugar, no acepta el concepto de separación, que considera que conduciría
inmediatamente a la desintegración del Estado.
En segundo, su clasificación difiere de la clásica, porque tiene un distinto principio organizativo.
Para él, el Estado se divide en «las siguientes diferencias sustanciales:
a) el poder de determinar
y establecer lo universal: el poder legislativo;
b) la subsunción de las
esferas particulares y los casos individuales bajo lo universal: el poder gubernativo;
c) la subjetividad como decisión última de la voluntad: el poder del príncipe.
En él se reúnen los diferentes poderes en una unidad individual, que es por
tanto la culminación y el comienzo del todo, y constituye la monarquía constitucional.
»
Para Hegel hay coincidencia en las competencias pero no en los sujetos. El
rey y el gobierno también forman parte del legislativo. En cuanto al poder judicial,
no existe propiamente en la esfera política, puesto que la administración de
justicia corresponde a la sociedad civil.
domingo, 27 de febrero de 2011
sábado, 26 de febrero de 2011
Kant y el contractualismo - Segunda Parte
Uno de los puntos más cruciales del pensamiento de Kant es ciertamente la
relación entre la moral y el derecho, relación que ha suscitado innumerables reflexiones
por parte de un gran número de especialistas abocados al pensamiento kantiano.
En líneas generales podemos trazar dos perspectivas.
La primera acentúa la disociación entre la moral y el derecho, sobre todo desde
una lectura liberal, sensible a fijarle límites al Estado con respecto a su intromisión
en asuntos de moral y bienestar general de los individuos. Para esta perspectiva,
Kant tendría el mérito de haber concebido al derecho desde una esfera de
autonomía, tanto como Maquiavelo lo hizo con respecto a la política. Como bien
lo señala Terra (Terra, 1995), en la especulación en distinguir el derecho de la moral
estaba implícita la cuestión de la naturaleza y los límites de la actividad política
con respecto al individuo. De esta forma el liberalismo encontraría en Kant
su forma jurídica, tal como habría encontrado en Locke y Smith su forma política
y económica respectivamente.
La segunda se contrapondría a la primera al poner énfasis en la vinculación
entre la moral y el derecho. Esta perspectiva parte de un concepto de ética más
amplio, es decir como doctrina de las costumbres , y como tal abarcaría tanto al
derecho como a la ética en sentido estricto, es decir, como teoría de la virtud.
Creemos que ambas perspectivas están presentes en Kant. Acordamos con la
primera interpretación, que hace hincapié en una diferenciación cualitativa entre
la moral y el derecho, pero cotejamos asimismo, a partir de la Metafísica de las
costumbres, que el derecho queda subsumido en la ética, entendiendo a ésta como
una teoría de las costumbres.
Por nuestra parte, pensamos que aún tomando la ética en su sentido restringido
–como teoría de la virtud-, ésta tiene necesariamente puntos de intersección
con el derecho. Estamos persuadidos de que cuando se trata de derechos elementales
o básicos de los seres humanos, la moral y el derecho deben coincidir.
De todas formas, y en favor de la primera perspectiva, sabemos que Kant necesita
apostar por un estado de derecho y un modelo republicano que no estén
compuestos por ángeles sino por hombres e incluso por demonios que, más allá
de sus móviles internos, inclinaciones y malos deseos, puedan regir sus conductas
por una legalidad racional independientemente de todo presupuesto moral.
Profundicemos entonces en la relación entre el derecho y la moral: ambas
disciplinas son pensadas por Kant bajo los requisitos de lo formal y lo universal.
Con respecto a la ética podemos hablar de autonomía, dado que es el propio
agente el que dictamina la ley moral a través de una voluntad pensada como la facultad
del querer por el querer mismo, es decir, prescindiendo de cualquier objetivo
o finalidad empírica.
Kant comienza La fundamentación de la metafísica de las costumbres afirmando
que lo único que puede ser considerado bueno en sí mismo es la buena voluntad.
“Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar
nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo
una buena voluntad” (Kant, 1946: p.27).
Una voluntad que es mentada como buena en sí misma, prescindiendo de sus objetivos
o fines propuestos e incluso haciendo abstracción de lo que efectué o realice.
Ahora bien, al mismo tiempo que sostiene que lo único bueno es la buena voluntad,
percibe a la naturaleza humana no sólo desde la determinación racional,
sino también desde lo sensible. Desde esta óptica, el hombre es ciudadano de dos
mundos: un mundo inteligible determinado exclusivamente por la lógica racional,
y un mundo sensible, determinado por las inclinaciones.
Es desde esta cosmovisión que resulta necesario introducir el concepto de deber,
que no es más que la buena voluntad, pero que surge a partir del conflicto entre
los mandatos de la razón y las inclinaciones que le son contrarias. Si el hombre
estuviese determinado únicamente por la razón, es obvio que la noción de deber
no tendría sentido. Kant incluso hace referencia a que una voluntad santa tampoco
está constreñida por deber alguno, en tanto sus máximas coinciden espontáneamente
con la ley moral.
De todos modos, hay que tener presente que Kant no pretende excluir el plano
de las inclinaciones, sino invitarnos a reprimir sólo aquellas que son contrarias
al deber, pues también hay inclinaciones que son conformes a él e incluso
neutras. Kant ejemplifica dicha perspectiva con el ejemplo de una persona ahogándose
en el río. El acto inmoral reside en no prestarle auxilio, mientras que el
acto moral consiste en socorrerlo independientemente de que sea nuestro amigo
o enemigo. En el primer caso existiría una inclinación motivada por el afecto que
obraría conforme al deber, pero el juzgamiento del acto moral como tal sólo es
justificable por el deber. Incluso tampoco se evalúa el resultado de la acción moral,
sin importar si tuvimos éxito en dicha salvación o no.
A partir de estas consideraciones Kant introduce la noción de acción moral,
entendiendo por tal toda acción determinada o realizada exclusivamente por deber.
Ahora bien, para que una acción reciba el estatuto de moralidad, necesita como
una de sus notas esenciales el requisito de la universalidad. Tal exigencia lleva
al filósofo a enunciar su imperativo categórico: “Obra sólo según una máxima
tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.”Dicho en otros
términos, la acción moral exige que nuestras máximas, entendidas como principios
subjetivos y contingentes, puedan convertirse en ley universal, es decir, considerada
válida para todos.
Otra de las formas posibles de expresar dicho imperativo puede basarse en la
prohibición de convertirnos en una excepción. Tal aspecto guarda estricta relación
con el requisito de la publicidad, en tanto una acción que intenta evitar la luminosidad
de lo público seguramente es una acción ilegítima. De ahí su necesidad
de cultivar el secreto. La elaboración de los golpes de estado puede leerse
desde esta perspectiva.
Para hacer más comprensible el imperativo categórico, Kant se vale de una
ejemplificación al analizar la mentira: “bien pronto me convenzo de que, si bien
no puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir;
pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano
fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían
ese mi fingimiento (...); por tanto mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal,
destruiríase a sí misma. Es decir, se incurriría en el principio formal de
contradicción, invalidando a la mentira como tal” (Op. Cit.: p, 42).
Así como la moral tiene su imperativo, el derecho tiene el suyo, pensado también
en términos formales y universales. “Una acción es conforme a derecho
cuando permite, o cuya máxima permite a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir
con la libertad de todos según una ley universal” (Kant, 1994: p. 39).
Pero el derecho, diferente a la moral en este aspecto, posee como elemento
específico el ejercicio de la coerción, sin la cual no tendría ninguna eficacia.
La legislación que hace de una acción un deber y al mismo tiempo obra sólo
por deber es la acción moral, mientras que aquella legislación que incluye también
otros móviles para determinar su acción es la acción jurídica. Kant admite para el
derecho móviles patológicos, sentimientos sensibles que causan aversión, pues en
este caso subsiste la idea de la ley con carácter coercitivo. Un ejemplo para reafirmar
lo dicho sería el no asesinar al prójimo, objeto tanto de la moral como del derecho,
pero para el último caso se puede determinar nuestra conducta con relación
al móvil sensible: el miedo de ir a la cárcel y no el obrar por deber.
Otra de las instancias cualitativamente diferentes entre la moral y el derecho
es el hecho de que en el plano jurídico no pueden evaluarse las intenciones de los
agentes, sino que sólo las acciones externas que implican relaciones con los otros
son evaluables, y en este caso hablamos de legalidad.
Con respecto a la libertad, las leyes jurídicas también se refieren a la libertad
en su uso externo. Se trata de relaciones externas, de acciones de individuos que
interactúan entre sí. Tal óptica aparece también en Teoría y Práctica: “El derecho
es el conjunto de condiciones sobre las cuales el arbitrio de uno puede ser unido
al arbitrio de otro según una ley universal de libertad” (Kant, 1964: p. 158).
Ahora bien, dicha libertad es pensada negativamente en tanto el arbitrio mío
encuentra su límite en el arbitrio del otro. De ahí que la fórmula rece: mi libertad
termina donde comienza la tuya. Libertad que es pensada, aunque no exclusivamente,
en términos de sujetos propietarios, que sólo pueden asegurar sus pertenencias
a través de un sistema jurídico coercitivo. Por tal razón, Kant enfatiza que
coerción y libertad son dos aspectos de una misma realidad e incluso una exigencia
de la misma razón.
Por otra parte, es importante tener en cuenta -y Kant tiene conciencia de elloque
el derecho es a la sociedad capitalista lo que antiguamente fue la teología al
feudalismo. Si en el segundo caso se trataba de fundamentar una idea de inmutabilidad
atribuida no sólo a Dios, sino también a los estamentos de la sociedad, en
el primer caso estamos hablando de un derecho coercitivo y también distributivo,
acorde a la movilidad que supone el concepto de clase.
A manera de conclusión podemos destacar que la relación entre la moral y el
derecho tal como éstos fueron teorizados por Kant, ha sido uno de los dispositivos
más eficaces de la lógica burguesa en tanto se instrumenta una moral pública
coincidente con un derecho externo, escindido de una moral subjetiva o particular
refugiada en la interioridad de las propiedades privadas.
Fuente:
Rossi, Miguel. “Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant”, en Atilio Borón (comp.). La filosofía política moderna: de Hobbes a Marx, CLACSO, Buenos Aires, 2000, pp. 189 – 212.
viernes, 25 de febrero de 2011
Immanuel Kant
1. Kant y el contractualismo
Estado de Naturaleza
La categoría de estado de naturaleza fue uno de los tópicos comunes centrales
al ideario jurídico, filosófico y político de los siglos XVII y XVIII. En este
sentido Immanuel Kant no constituyó una excepción, aunque el concepto tuvo
para el filósofo alemán distintas connotaciones axiológicas, tomando como principales interlocutores con relación a éste a Hobbes y Rousseau.
Queda claro que para Kant dicho concepto tiene fundamentalmente por lo
menos dos dimensiones: como ideal crítico en tanto serviría para denunciar las
sociedades actuales, y como hipótesis de trabajo en tanto justifica el advenimiento del Estado civil.
Con respecto a la primera dimensión cabe destacar la gran influencia de
Rousseau, especialmente sus agudas críticas a la dinámica del progreso como
portador de las sociedades del lujo y el refinamiento con relación a la segunda, que se tornará hegemónica en el esquema kantiano, se asimila el estado de naturaleza al estado de guerra hobbesiano.
“El estado de paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza
(status naturalis), que es más bien un estado de guerra, es decir, un estado
en el que, si bien las hostilidades no se han declarado, sí existe una constante
amenaza de que se declaren” (Kant, 1999: p. 81).
El filósofo alemán pone el acento especialmente en el estado de naturaleza
como un estado de guerra potencial, motivado por la ausencia de una autoridad
pública que pueda determinar o establecer lo que compete a cada uno. No obstante
enfatiza que el estado de naturaleza es una idea a priori de la razón que no tiene
existencia histórica alguna.
Lo interesante del planteo kantiano es que el estado de naturaleza no es
opuesto al estado de sociabilidad, sino al estado civil. Y una de las diferencias
más radicales entre ambos es que en el estado de naturaleza –en el cual se incluyen
ciertas cláusulas del derecho privado- sólo pueden garantizarse posiciones y
posesiones de un modo fluctuante y provisorio, mientras que en el estado civil tal
garantía gana en perennidad, especialmente a través del derecho público.
El contrato originario
Al igual que la noción de estado de naturaleza, la noción de contrato es también
una idea de la razón. Pero, a diferencia de los otros tipos de contratos, Kant
afirma categóricamente que el contrato que establece una constitución es de una
índole muy particular, dado que constituye un fin en sí mismo: “La reunión de
muchos en algún fin común, puede hallarse en cualquier contrato social; pero la
asociación que es fin en sí misma (...) es un deber incondicionado y primero, sólo
hallable en una sociedad que se encuentre en condición civil, es decir, que
constituya una comunidad” (Kant, 1964: p. 157).
De todas maneras, hay que tener en cuenta que el contrato originario kantiano
no puede comprenderse como un mero pacto de asociación, en tanto la idea
fundante no es la de un pueblo pactando con su gobernante. Kant tiene muchos
reparos en este punto. Trata de excluir las nociones de deberes y obligaciones que
supone toda lógica contractual, pues percibe que el incumplimiento de alguna de
las partes contractuales podría legitimar un estado de rebelión o resistencia al poder
supremo.
“El origen del poder supremo es inescrutable, bajo el punto de vista práctico,
para el pueblo que está sometido a él; es decir, que el súbdito no debe discutir
prácticamente sobre este origen como sobre un derecho controvertido con
respecto a la obediencia que le debe” (Kant, 1994, p.149).
La formulación del contrato es la idea por la cual un pueblo se constituye en
Estado, o dicho en otros términos, la unión de las voluntades particulares en una
voluntad general, es decir, como voluntad unificada de un pueblo.
Kant también explicita, del mismo modo en que lo hizo con respecto al estado
de naturaleza, que el contrato fundante no es un factum, y por lo tanto es un
absurdo rastrear o buscar históricamente un documento que acredite la celebración
de dicho pacto entre el pueblo y el gobernante como fundante de la constitución.
Sin embargo, la idea de tal celebración tiene para el filósofo un infinito valor de practicidad:
obligar a todo legislador a promulgar sus leyes como si ellas emanaran de la voluntad de todo un pueblo.
Al respecto, nos parece relevante la distinción kantiana entre el origen del Estado
y su fundamentación. El origen del Estado sólo puede comprenderse a partir
de una dimensión histórica, y su génesis no puede ser otra más que el ejercicio
de la fuerza, mientras que el fundamento del Estado como estado de derecho
pertenece al plano eidético, y en este caso no hay justificativo alguno para realizar
una revolución.
No obstante, Kant sostiene que si una revolución logra su cometido y es capaz
de instaurar una nueva constitución, la ilegitimidad de su origen no libra a los
súbditos de la exigencia de prestarle absoluta obediencia.
El Estado civil
No cabe duda de que el axioma político kantiano por excelencia es la identificación
de Estado como estado de derecho. Es en este aspecto que la dimensión
jurídica alcanza su punto máximo, en tanto la condición civil es pensada en términos
jurídicos.
La condición civil como Estado jurídico se basa en los siguientes principios
a priori:
a) La libertad de cada miembro de la sociedad, en cuanto hombre.
b) La igualdad entre los mismos y los demás, en cuanto súbditos.
c) La autonomía de cada miembro de una comunidad, en cuanto ciudadano.
Kant enfatiza que éstos no son dados por el Estado ya constituido, sino que
son principios por los cuales el Estado como Estado de Derecho tiene existencia,
legitimidad y efectividad. Profundizaremos a continuación en cada uno de ellos.
La división de poderes
Kant cree que la única forma de garantizar la permanencia del Estado civil es
a través de la lógica de un poder soberano. Tal poder se caracteriza por ser absoluto,
irresistible y divisible.
Anteriormente explicamos la importancia de un poder absoluto e irresistible.
Nos adentraremos ahora en el requisito de la divisibilidad.
La división de poderes constituye el corazón del modelo republicano. Recordemos
que para nuestro filósofo sólo existen dos formas de gobierno independientemente
de los regímenes: la república y el despotismo. Resulta obvio que la
segunda alternativa rechaza de lleno la división de poderes.
Estado de Naturaleza
La categoría de estado de naturaleza fue uno de los tópicos comunes centrales
al ideario jurídico, filosófico y político de los siglos XVII y XVIII. En este
sentido Immanuel Kant no constituyó una excepción, aunque el concepto tuvo
para el filósofo alemán distintas connotaciones axiológicas, tomando como principales interlocutores con relación a éste a Hobbes y Rousseau.
Queda claro que para Kant dicho concepto tiene fundamentalmente por lo
menos dos dimensiones: como ideal crítico en tanto serviría para denunciar las
sociedades actuales, y como hipótesis de trabajo en tanto justifica el advenimiento del Estado civil.
Con respecto a la primera dimensión cabe destacar la gran influencia de
Rousseau, especialmente sus agudas críticas a la dinámica del progreso como
portador de las sociedades del lujo y el refinamiento con relación a la segunda, que se tornará hegemónica en el esquema kantiano, se asimila el estado de naturaleza al estado de guerra hobbesiano.
“El estado de paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza
(status naturalis), que es más bien un estado de guerra, es decir, un estado
en el que, si bien las hostilidades no se han declarado, sí existe una constante
amenaza de que se declaren” (Kant, 1999: p. 81).
El filósofo alemán pone el acento especialmente en el estado de naturaleza
como un estado de guerra potencial, motivado por la ausencia de una autoridad
pública que pueda determinar o establecer lo que compete a cada uno. No obstante
enfatiza que el estado de naturaleza es una idea a priori de la razón que no tiene
existencia histórica alguna.
Lo interesante del planteo kantiano es que el estado de naturaleza no es
opuesto al estado de sociabilidad, sino al estado civil. Y una de las diferencias
más radicales entre ambos es que en el estado de naturaleza –en el cual se incluyen
ciertas cláusulas del derecho privado- sólo pueden garantizarse posiciones y
posesiones de un modo fluctuante y provisorio, mientras que en el estado civil tal
garantía gana en perennidad, especialmente a través del derecho público.
El contrato originario
Al igual que la noción de estado de naturaleza, la noción de contrato es también
una idea de la razón. Pero, a diferencia de los otros tipos de contratos, Kant
afirma categóricamente que el contrato que establece una constitución es de una
índole muy particular, dado que constituye un fin en sí mismo: “La reunión de
muchos en algún fin común, puede hallarse en cualquier contrato social; pero la
asociación que es fin en sí misma (...) es un deber incondicionado y primero, sólo
hallable en una sociedad que se encuentre en condición civil, es decir, que
constituya una comunidad” (Kant, 1964: p. 157).
De todas maneras, hay que tener en cuenta que el contrato originario kantiano
no puede comprenderse como un mero pacto de asociación, en tanto la idea
fundante no es la de un pueblo pactando con su gobernante. Kant tiene muchos
reparos en este punto. Trata de excluir las nociones de deberes y obligaciones que
supone toda lógica contractual, pues percibe que el incumplimiento de alguna de
las partes contractuales podría legitimar un estado de rebelión o resistencia al poder
supremo.
“El origen del poder supremo es inescrutable, bajo el punto de vista práctico,
para el pueblo que está sometido a él; es decir, que el súbdito no debe discutir
prácticamente sobre este origen como sobre un derecho controvertido con
respecto a la obediencia que le debe” (Kant, 1994, p.149).
La formulación del contrato es la idea por la cual un pueblo se constituye en
Estado, o dicho en otros términos, la unión de las voluntades particulares en una
voluntad general, es decir, como voluntad unificada de un pueblo.
Kant también explicita, del mismo modo en que lo hizo con respecto al estado
de naturaleza, que el contrato fundante no es un factum, y por lo tanto es un
absurdo rastrear o buscar históricamente un documento que acredite la celebración
de dicho pacto entre el pueblo y el gobernante como fundante de la constitución.
Sin embargo, la idea de tal celebración tiene para el filósofo un infinito valor de practicidad:
obligar a todo legislador a promulgar sus leyes como si ellas emanaran de la voluntad de todo un pueblo.
Al respecto, nos parece relevante la distinción kantiana entre el origen del Estado
y su fundamentación. El origen del Estado sólo puede comprenderse a partir
de una dimensión histórica, y su génesis no puede ser otra más que el ejercicio
de la fuerza, mientras que el fundamento del Estado como estado de derecho
pertenece al plano eidético, y en este caso no hay justificativo alguno para realizar
una revolución.
No obstante, Kant sostiene que si una revolución logra su cometido y es capaz
de instaurar una nueva constitución, la ilegitimidad de su origen no libra a los
súbditos de la exigencia de prestarle absoluta obediencia.
El Estado civil
No cabe duda de que el axioma político kantiano por excelencia es la identificación
de Estado como estado de derecho. Es en este aspecto que la dimensión
jurídica alcanza su punto máximo, en tanto la condición civil es pensada en términos
jurídicos.
La condición civil como Estado jurídico se basa en los siguientes principios
a priori:
a) La libertad de cada miembro de la sociedad, en cuanto hombre.
b) La igualdad entre los mismos y los demás, en cuanto súbditos.
c) La autonomía de cada miembro de una comunidad, en cuanto ciudadano.
Kant enfatiza que éstos no son dados por el Estado ya constituido, sino que
son principios por los cuales el Estado como Estado de Derecho tiene existencia,
legitimidad y efectividad. Profundizaremos a continuación en cada uno de ellos.
La división de poderes
Kant cree que la única forma de garantizar la permanencia del Estado civil es
a través de la lógica de un poder soberano. Tal poder se caracteriza por ser absoluto,
irresistible y divisible.
Anteriormente explicamos la importancia de un poder absoluto e irresistible.
Nos adentraremos ahora en el requisito de la divisibilidad.
La división de poderes constituye el corazón del modelo republicano. Recordemos
que para nuestro filósofo sólo existen dos formas de gobierno independientemente
de los regímenes: la república y el despotismo. Resulta obvio que la
segunda alternativa rechaza de lleno la división de poderes.
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