Pensadores Clásicos Siglo XVIII, XIX, XX

viernes, 25 de febrero de 2011

Immanuel Kant

1. Kant y el contractualismo

Estado de Naturaleza 

La categoría de estado de naturaleza fue uno de los tópicos comunes centrales
al ideario jurídico, filosófico y político de los siglos XVII y XVIII. En este
sentido Immanuel Kant no constituyó una excepción, aunque el concepto tuvo
para el filósofo alemán distintas connotaciones axiológicas, tomando como principales interlocutores con relación a éste a Hobbes y Rousseau.
Queda claro que para Kant dicho concepto tiene fundamentalmente por lo
menos dos dimensiones: como ideal crítico en tanto serviría para denunciar las
sociedades actuales, y como hipótesis de trabajo en tanto justifica el advenimiento del Estado civil.

Con respecto a la primera dimensión cabe destacar la gran influencia de
Rousseau, especialmente sus agudas críticas a la dinámica del progreso como
portador de las sociedades del lujo y el refinamiento con relación a la segunda, que se tornará hegemónica en el esquema kantiano, se asimila el estado de naturaleza al estado de guerra hobbesiano.
“El estado de paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza
(status naturalis), que es más bien un estado de guerra, es decir, un estado
en el que, si bien las hostilidades no se han declarado, sí existe una constante
amenaza de que se declaren” (Kant, 1999: p. 81).

El filósofo alemán pone el acento especialmente en el estado de naturaleza
como un estado de guerra potencial, motivado por la ausencia de una autoridad
pública que pueda determinar o establecer lo que compete a cada uno. No obstante
enfatiza que el estado de naturaleza es una idea a priori de la razón que no tiene
existencia histórica alguna.

Lo interesante del planteo kantiano es que el estado de naturaleza no es
opuesto al estado de sociabilidad, sino al estado civil. Y una de las diferencias
más radicales entre ambos es que en el estado de naturaleza –en el cual se incluyen
ciertas cláusulas del derecho privado- sólo pueden garantizarse posiciones y
posesiones de un modo fluctuante y provisorio, mientras que en el estado civil tal
garantía gana en perennidad, especialmente a través del derecho público.


El contrato originario

Al igual que la noción de estado de naturaleza, la noción de contrato es también
una idea de la razón. Pero, a diferencia de los otros tipos de contratos, Kant
afirma categóricamente que el contrato que establece una constitución es de una
índole muy particular, dado que constituye un fin en sí mismo: “La reunión de
muchos en algún fin común, puede hallarse en cualquier contrato social; pero la
asociación que es fin en sí misma (...) es un deber incondicionado y primero, sólo
hallable en una sociedad que se encuentre en condición civil, es decir, que
constituya una comunidad” (Kant, 1964: p. 157).

De todas maneras, hay que tener en cuenta que el contrato originario kantiano
no puede comprenderse como un mero pacto de asociación, en tanto la idea
fundante no es la de un pueblo pactando con su gobernante. Kant tiene muchos
reparos en este punto. Trata de excluir las nociones de deberes y obligaciones que
supone toda lógica contractual, pues percibe que el incumplimiento de alguna de
las partes contractuales podría legitimar un estado de rebelión o resistencia al poder
supremo.

“El origen del poder supremo es inescrutable, bajo el punto de vista práctico,
para el pueblo que está sometido a él; es decir, que el súbdito no debe discutir
prácticamente sobre este origen como sobre un derecho controvertido con
respecto a la obediencia que le debe” (Kant, 1994, p.149).
La formulación del contrato es la idea por la cual un pueblo se constituye en
Estado, o dicho en otros términos, la unión de las voluntades particulares en una
voluntad general, es decir, como voluntad unificada de un pueblo.

Kant también explicita, del mismo modo en que lo hizo con respecto al estado
de naturaleza, que el contrato fundante no es un factum, y por lo tanto es un
absurdo rastrear o buscar históricamente un documento que acredite la celebración
de dicho pacto entre el pueblo y el gobernante como fundante de la constitución.
Sin embargo, la idea de tal celebración tiene para el filósofo un infinito valor de practicidad:
 obligar a todo legislador a promulgar sus leyes como si ellas emanaran de la voluntad de todo un pueblo.

Al respecto, nos parece relevante la distinción kantiana entre el origen del Estado
y su fundamentación. El origen del Estado sólo puede comprenderse a partir
de una dimensión histórica, y su génesis no puede ser otra más que el ejercicio
de la fuerza, mientras que el fundamento del Estado como estado de derecho
pertenece al plano eidético, y en este caso no hay justificativo alguno para realizar
una revolución.

No obstante, Kant sostiene que si una revolución logra su cometido y es capaz
de instaurar una nueva constitución, la ilegitimidad de su origen no libra a los
súbditos de la exigencia de prestarle absoluta obediencia.

El Estado civil

No cabe duda de que el axioma político kantiano por excelencia es la identificación
de Estado como estado de derecho. Es en este aspecto que la dimensión
jurídica alcanza su punto máximo, en tanto la condición civil es pensada en términos
jurídicos.
La condición civil como Estado jurídico se basa en los siguientes principios
a priori:

a) La libertad de cada miembro de la sociedad, en cuanto hombre.
b) La igualdad entre los mismos y los demás, en cuanto súbditos.
c) La autonomía de cada miembro de una comunidad, en cuanto ciudadano.

Kant enfatiza que éstos no son dados por el Estado ya constituido, sino que
son principios por los cuales el Estado como Estado de Derecho tiene existencia,
legitimidad y efectividad. Profundizaremos a continuación en cada uno de ellos.
  
La división de poderes

Kant cree que la única forma de garantizar la permanencia del Estado civil es
a través de la lógica de un poder soberano. Tal poder se caracteriza por ser absoluto,
irresistible y divisible.

Anteriormente explicamos la importancia de un poder absoluto e irresistible.
Nos adentraremos ahora en el requisito de la divisibilidad.

La división de poderes constituye el corazón del modelo republicano. Recordemos
que para nuestro filósofo sólo existen dos formas de gobierno independientemente
de los regímenes: la república y el despotismo. Resulta obvio que la
segunda alternativa rechaza de lleno la división de poderes.

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